Del poder al insulto
- Sebastian Aguilar
- 5 dic 2018
- 3 Min. de lectura
Reseña de 'Insulto, breve historia de la ofensa en Colombia'
Juan Álvarez
Editorial Seix Barral
Actualidad/ Política
312 páginas

Imaginar el insulto en un país como Colombia no ha de ser una tarea difícil. Si lo pensamos bien, nuestra cultura siempre ha coexistido con las acciones, palabras y actitudes que muchos enmarcan como “soeces”, “bruscas” y “ordinarias”, y que para bien o para mal se han ido convirtiendo en un elemento primordial dentro de las relaciones que creamos al interior de la sociedad, por poner un ejemplo.
Pero de alguna manera hemos sido nosotros mismos quienes a la par que construimos formas de injuriar y humillar al otro, descalificamos y condenamos dichos actos con total hipocresía. En pocas palabras, nos convertimos en jueces del “monstruo” del insulto al que le hemos dado vida, lo que no es más que un acto de pulcritud pasajero cuando no poseemos el poder la de la ofensa misma.
Esa conclusión llegó a mi cabeza una vez leí uno de los seis ensayos que hacen parte de Insulto, breve historia de la ofensa en Colombia, libro del huilense Juan Álvarez que aparece en los estantes de las librerías colombianas en un momento más que preciso para la coyuntura nacional.
Y es que Insulto en sí mismo logra recolectar una serie de retratos de nuestra historia que demuestran de forma inequívoca que nuestras tradiciones han estado determinadas por la correlación que se tiene entre el poder y la ofensa. Nada más fíjese en la manera como Álvarez empieza su libro: “Estoy muy berraco con usted y ojalá me graben esta llamada, y si lo veo, le voy a dar en la cara, marica”, una frase del ex presidente Álvaro Uribe que, sin quererlo, define toda la lógica que se plantea en el texto.
Sin ir demasiado lejos, en Sermones de incendio (uno de los seis ensayos que componen la obra) el autor nos lleva en expreso a la tercera década del siglo XIX en la Gran Colombia. Allí, nos ubica en medio de un acalorado enfrentamiento entre un padre católico de apellido Margallo y las fuerzas gubernamentales de la época, justo en un momento cumbre de las relaciones rotas entre estado- iglesia. Todo ello para demostrarnos como “las naciones modernas occidentales fundan su uso legítimo del monopolio de la violencia”, esta última que no solo se limita al enfrentamiento armado, sino también al control de la reputación a través de la difamación a dos bandos.
Álvarez logra así desarrollar un viaje atemporal entre los casos más relevantes de la relación entre poder e insulto, que inicia con el monopolio de este último por parte de los personajes que contenían al mismo tiempo el control administrativo del país, hasta la democratización y revolución actual de la ofensa que encontró su nicho en las redes sociales.
Cabe aquí aclarar que el libro no es en sí mismo una crítica global similar a que aquí hemos descrito, sino una oportunidad para que cada lector en su haber pueda crear una concepción de la manera como nuestras tradiciones se han visto notoriamente marcadas por utilización de palabras y actitudes que pretenden descalificar al otro.
Aun así, puede parecer que el autor se haya quedado sin respuestas a las decenas de proposiciones que ofrece en el libro, sin embargo, es ese precisamente el planteamiento que instala: uno en el que seamos nosotros quienes propiciemos las bases para la discusión, que afín de cuentas, están inmersas en las frases más destacadas que se encuentran escondidas entre las líneas del texto. El reto es entonces saber descifrarlas y darles un sentido propio, basándonos incluso en nuestras propias experiencias.
Para aquellos que desdibujen 'Insulto' pueden encontrarse con casos en los que se juega con el poder de la ofensa, en la que, o bien se utiliza con afán y sin argumento que valga o, en su defecto, se convierte en un personaje antagónico e insignificante, todo ello por un mismo personaje.
No es que sea esto un ingenioso descubrimiento de Álvarez, pero si, una arriesgada recopilación de eventos tan paradójicos como el nuestro que termina por confirmar que en Colombia “dejamos la violencia porque pasamos al lenguaje”, uno que nos lleva de lo “grotesco” a lo “cortés” en una misma ronda y con inmensidad de repeticiones.
Comentarios